LA CRUZ DEL DIABLO.
El crepúsculo comenzaba
a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre,
cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro
viaje.
Bellver es una pequeña
población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven
elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y
nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que
la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de verdura,
parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su
sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos
pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios
de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de
sus feudos.
A la derecha del
tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y
siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.

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